ANALISIS LITERARIO

El oficio de lector: historia de un expolio amoroso

Por Lilliana Ramos Collado, Ph.D.

Universidad de Puerto Rico en Río Piedras

En la presentación de Señor de los Tristes en Librería La Tertulia, Río Piedras,

miércoles 5 de abril de 2006

             “No—dijo la sobrina—no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores, mejor será arrojarlos por las ventanas al patio, y hacer un rimero dellos, y pegarles fuego, y si no, llevarlos al corral,y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo.”

--Cervantes, Don Quijote I.6

             La prehistoria de la vocación literaria suele enunciarse como la de un contagio, de una inoculación, de la debilidad congénita que provoca la caída fatal en el vicio nefando de la lectura. Así, la llamada “literatura de la imaginación”, desde la novela artúrica hasta la novela sentimental, ha sido pasto de los más fieros ataques. Bernardo de Claraval, los curas tridentinos, el famoso doctor Tissot, todos condenaron el vicio de la lectura que enviaba el alma del lector a las pailas del infierno. De hecho, Tissot, el gran médico iluminista, sentenciaría sin vacilación alguna: “El onanismo y la literatura provocan estragos inenarrables en el hombre: impotencia y afeminamiento. De ahí la extrema fragilidad de la salud de los letrados.” Por ejemplo, Voltaire; por ejemplo, Rousseau. Ante las novelas de caballería, los tridentinos declararían el “Anatema sint!” que encendería la hoguera inquisitorial en el capítulo 6 de Don Quijote que, a su vez, consumiría a Palmerines y Esplandianes por igual. Y el padre Claraval, incapaz de conciliar la caritas con la cupiditas, colocaría una enorme hoja de parra encima del desnudo y jugoso Cantar de los cantares con casi cien sermones alegóricos. Cervantes relacionaría, famosamente, lectura y melancolía, como lo harían Flaubert y sus dos payasos favoritos, Bouvard y Pécuchet. Igualmente Borges, ese cisne tenebroso, ese pluscuamfamoso lector de lectores, canon nuestro de cada día.

            Hoy, el nicaragüense Sergio Ramírez, distinguido narrador, cálido animal político y lector voraginoso, nos entrega la prolija noticia de su vicio más íntimo y amado: la lectura. Su espléndido libro Señor de los tristes: sobre escritores y escritura, publicado hace unos pocos minutos por la Editorial de la Universidad de Puerto Rico, constituye, sobre toda otra intención, un devoto homenaje a sus autores y libros favoritos, sus lecturas formativas, los building blocks de la doble hélice de aminoácidos de su formidable talento. Con entusiasmo contagioso, Ramírez nos habla de su pasión por Darío, Cervantes, Cortázar, Neruda, Martí, Fuentes, Saramago, Borges, Cardenal, Carpentier, Asturias, Greene, Rodríguez Juliá, entre muchísimos otros que han ido creando el Gran Relevo Literario Latinoamericano que enlaza generación con generación, escritor con escritor.

            Que este texto trata sobre lectores, más que sobre escritores, nos lo indica su escena inaugural: “Una tarde de diciembre de 1896, en la casa de su hermana Ignacia, calle de las Vendederas en Huelva, Juan Ramón Jiménez leía, embargado por la novedad, unos poemas de Rubén Darío que habían aparecido en La nueva ilustración de Barcelona.” De repente, América se vuelve motivo y origen de un escritor español, el gran Juan Ramón, poeta de la inteligencia como Darío lo fue de la belleza, siendo quizás belleza e inteligencia una y la misma cosa. En esta escena primitiva, en la cual Juan Ramón aparece como lector, y no como escritor, se nos da el famoso “romance familiar” freudiano: el escritor en ciernes conoce a su verdadero padre. Más tarde, nos relatará Ramírez esa misma escena en la vida de Darío: el famoso encuentro en el Hardman Hall, en Nueva York, entre Darío y su “padre” José Martí, quien, al abrazar al joven nicaragüense, le llama “hijo.” También así, Ramírez mismo perseguía, cuando adolescente, a Coronel Urtecho por la calle de la Candelaria en Managua, acabado de regresar el gran poeta de Madrid en los años sesenta. Padres, hijos y hermanos emprenden juntos, en las páginas de Señor de los tristes, viajes iniciáticos fundadores de lazos familiares: así, la visita de Julio Cortázar a Solentiname, en el ensayo “El evangelio según Cortázar.”

            De modo que el libro de Sergio Ramírez, con su melancólica promesa de un oficio triste—el del lector—acaba siendo la bitácora feliz de encuentros entre verdaderos hijos y verdaderos padres, y luego, para los jóvenes rebeldes de la Década del Sesenta, entre verdaderos hermanos separados por los azares y tropiezos de la vasta, abigarrada y barroca geografía americana. Lo que constituye la literatura latinoamericana es esa misma filogénesis, el sustrato común de la atención a la historia pública por sobre los accidentes de la vida doméstica, la atención a lo político como cauce y como río que nutre la narración, y la tendencia apasionante de la cepa letrada latinoamericana a pasearse sin mayor tropiezo entre la prosa y la poesía, confundiendo asuntos, técnicas, público lector y objeto de la pasión literaria. Borges y Darío son aquí favoritos, que asumen la altura de la doble bandera de la prosa y la poesía.

            Para Sergio Ramírez, en Señor de los tristes, el asunto magno de las letras latinoamericanas es la América Latina misma. Y los relevos generacionales, quizás asumidos como la urgencia y el deber de completar tareas necesarias e impostergables, se conocen cuando en más de una ocasión, Ramírez cita la “frase lapidaria” de Luis Alberto Sánchez: “América, novela sin novelistas”, pronunciada antes de mediados del siglo XX. Por eso, quizás Ramírez exhiba orgulloso, sus tabulae in naufragio para una isla desierta: diez novelas que asumen la latinoamericanidad y la apuntalan con sus mitos principales: la magia y extrañeza del folclor  en Asturias, el gesto barroco de Carpentier, la experimentación formal de una rebeldía inacabable en Cortázar, la brecha entre el pasado y el presente en Fuentes, la selva indómita y misteriosa de Gallegos, el espejo imaginario y venenoso de García Márquez, el paisaje infinito de Guimaraes Rosa, la belleza casi insoportable del lenguaje literario de Rivera, los mundos muertos de Rulfo, la sordidez de la cotidianidad en Vargas Llosa. La lista refulge con su propuesta de relevo al asumir la novela como el gesto de un deber tan literario como político. Habría que preguntar por qué todos estos “clásicos” son novelas…

            El oficio de novelista, según Ramírez, quizás explique la importancia simultánea de una vida doble, quizás esquizofrénica, del escritor como político y viceversa. Es curioso. Allá en la Teogonía de Hesíodo se equiparaba al gobernante con el aedo, y de ambos se decía que la musa había puesto en su lengua una gota de miel. La capacidad de la palabra los asimilaba a ambos a un esfuerzo común dado por el lenguaje como ordenador de los eventos, compositor de la historia, expositor de la persona individual y colectiva, dador de la ley, instrumentador de la persuasión, articulador del poder y cuestionador de todo lo antedicho. Por eso, como punta de lanza y punta de pluma, Ramírez escoge manifestar su amor por la escritura y la política, y su análisis de los “tientos y diferencias” que las signan, en una lectura cuidadosa del discurso de las armas y las letras de Don Quijote. Las armas y las letras van unidas por una casi crasa ética insoslayable que caracteriza al escritor latinoamericano como escritor comprometido con la historia. Así, ocurre que sus vicios—como el de la lectura, por ejemplo—se vuelven virtudes, ocasiones para proclamar la existencia de una saga de familia, del linaje largo y prolífico de los escritores de nuestra América.

            Para cumplir con la promesa de vincular armas y letras, Ramírez se lanza, en este variado libro, a crear, literalmente, lugares comunes. Rémoras de una literatura anquilosada, según unos, y vicios de la falta de imaginación, según otros, los lugares comunes son imprescindibles a la hora de darle al lenguaje la vigencia y solidez de una geografía. Del mismo modo en que Ramírez se sintió encandilado con la lapidaria frase “América, novela sin novelistas”, nos propone un verdadero refranero que a todos los latinoamericanos nos sirva de territorio compartido. Hojeo Señor de los tristes y selecciono al azar los lugares comunes que, desde hoy, prefiero frecuentar:

“He andado a dos caballos entre la política y la literatura.” (Oficios compartidos)

“Lo pasamos todo por el tamiz de la vida pública.” (Oficios compartidos)

“Un escritor tiene siempre otro oficio, y todos son peligrosos, porque quitan el tiempo de escribir.” (Oficios compartidos)

“El poder, suspendido en la bruma entre el bien y el mal, seguirá siendo fruto de la locura.” (Señor de los tristes)

“Libertad y poder siempre quedarán opuestos.” (Señor de los tristes)

“La rebeldía inagotable como propuesta ontológica.” (El que nunca deja de crecer)

“No hay héroes decrépitos.” (El que nunca deja de crecer)

“Para un novelista latinoamericano, es imposible escapar a la Historia, porque sus relieves son demasiado fuertes, o demasiado visibles.” (El esplendor de la invención)

“Nuestra novela se enriquecerá gracias a las anormalidades y las deformidades constantes de la Historia pública.” (El esplendor de la invención)

“La intención es el canto.” (Una épica doméstica)

“No se puede construir un mundo nuevo con pesimismo.” (Una épica doméstica)

“Darío podría estar hablando de sí mismo cuando habla de Martí.” (Hijo y padre, maestro y discípulo)

“Para que la literatura de imaginación pueda sustituir a la historia escrita, y ocupar sus espacios, el novelista debe tener primero la convicción de que está actuando también como cronista de una época, o de toda la historia de su país, o de la historia de todo un continente, actuando en la página de manera crítica, con acentos despiadados, pero sabiendo que ninguna visión sobre la historia y sobre las sociedades puede ser entregada sino es por medio de la más rigurosa e imaginativa de las ejecuciones artísticas.” (Fuentes de la imaginación ecuménica)

“¿Por qué un guerrillero había de leer Rayuela? Porque Rayuela fue un libro para jóvenes…” (El Evangelio según Cortázar)

“Un poeta que triunfa es el que pasa a la memoria, y es recitado en las mesas de cantina, sin equivocaciones. Pero un poeta triunfa más todavía cuando es plagiado por el enamorado ansioso…” (La vuelta de los olvidados)

“Cuando se lee como escritor, el acto de lectura se vuelve vicioso y termina perdiendo muchos de sus sanos placeres.” (Primeras letras con Borges)

“Borges era mi país y era mi infancia. Y era la literatura como pasión, o como vicio, o como desesperación.” (Primeras letras con Borges)

“Un literato es el que moldea lo que escribe desde la literatura, y no solamente desde la experiencia.” (Primeras letras con Borges)

“La poesía nicaragüense siempre fue moderna a lo largo del siglo XX, y también siempre fue joven, lo que quiere decir, precoz.” (En el camino me comí la espuma)

“…es la poesía siempre vital de la inexperiencia, del desconocimiento, del aprendizaje que no ha comenzado, y que por lo mismo sólo puede ofrecer la pureza de la imagen capaz de reflejar la realidad de primera intención.” (En el camino me comí la espuma)

“Las lecturas primeras persisten en la memoria, como las huellas de un camino que todavía no sabemos a dónde habrá de llevarnos.” (Los verdaderos vicios se adquieren temprano)

“Lecturas infinitas e infinitas esperas por más lecturas.” (Los verdaderos vicios se adquieren temprano)

“El que un día fue feliz y lo recuerda, vuelve a serlo por un instante, comprometido en una precaria complicidad consigo mismo.” (Almas en pena)

“Hablamos cantando. Y hablamos contando.” (Esplendor del Caribe)

“El Caribe no cesa…” (Esplendor del Caribe).

            ¡Cuánta frase feliz en un libro que nos ha prometido la tristeza! Estos lugares comunes provocan la lectura, la búsqueda del rastro, la detección del precursor—como quería Borges—y trazan la cartografía del imaginario colectivo. Así lo indicaba Hegel en su Estética: el gnomon, como primer género literario, asume que una breve frase podrá dotar de forma a la experiencia humana. Eventualmente, añade Hegel, sobrevendrá la épica como texto climático que aspirará a expresar, en el vasto alcance de sus consecuencias, un mundo y una época enteros. Como quiere Ramírez  que sea la novela: ecuménica. Desde la frase, desde el lugar común, levanta la novela su enorme edificio.

            En suma, en la vida-literaria-porque-política de Sergio Ramírez, parece que los libros ocupan muchos estantes, como le dijo el librero parisino que le vendió al ex­ vicepresidente de Nicaragua los treinta tomos de la Comedia humana de Balzac por unos cuantos francos. Y aunque sepamos exactamente de qué poema de Rubén Darío proviene la frase “Señor de los tristes”, quizás Ramírez no se refiera a Don Quijote, sino al libro mismo como Libro que se enseñorea de nuestro espíritu y de nuestra imaginación, y al provocarnos la más inspirada melancolía, transforma el saturnal detritus de nuestra experiencia vivida en el “oro de la lengua”. Y así, pesada estantería es, en realidad, esa biblioteca que es Señor de los tristes, dedicada a atraernos a la lectura como espacio proceloso de la aventura, del deseo, de la utopía: vicio fundante de una vocación por encarnar la libertad.

Lilliana Ramos Collado es poeta y ensayista, crítica de arte y de literatura, y profesora de literatura y humanidades en el Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico.

Tomado de : www.sergioramirez.com

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